sábado, 26 de enero de 2013

Somos inmortales (2)

Ha pasado un año y medio. La maniobra psicológica del gobierno para impedir las relaciones sexuales y por consiguiente, los embarazos, llegó a conocimiento de gran parte de la población hace varios meses, por lo que la rabia generalizada y la abstinencia sexual ya destruida han hecho mella en nosotros. Siempre existen excepciones, pero en la mayoría de los casos, no queda ni un ápice de los seres humanos que fuimos. Nos hemos convertido en versiones distorsionadas de nosotros mismos, en personas movidas por el odio, el deseo de venganza, la irritabilidad y la lascivia. 

Cuando Shate y yo planeamos la huida hacia algún rincón remoto del planeta y con un destino absolutamente incierto, mi estado de ánimo se encontraba en el subsuelo. Acababa de quedarme embarazada de un bebé que quizá permanecería como un lactante durante toda la eternidad. Los medicamentos que tomamos a diario para ser inmortales se transmiten a nuestros hijos por la sangre, y a través del útero. Un tratamiento tan intensivo en tan poco espacio de tiempo, les otorga la inmortalidad en cuanto llegan a este mundo. Al menos, esa es la teoría. 

A los gobernantes no les interesan los niños, porque no resultan productivos para la sociedad. Por eso, nos hablaron de una muerte segura (a pesar de nuestro tratamiento) si teníamos sexo. Una ruin patraña para privarnos de dos placeres maravillosos: el acto amoroso y la paternidad, por culpa de la cual nos hemos transformado en monstruos. Ahora nadie confía en nadie; vivimos como si estuviéramos en la selva, como animales salvajes, en pleno siglo veinticinco. 

Mi hijo, al que llamé Christian, tiene ya nueve meses, ha nacido sano y, por el momento, crece a un ritmo normal. Parece haber resistido las consecuencias de una inmortalidad prematura, por lo que es un pequeño ser humano de los de antes, de aquellos que alcanzaban la edad media de ochenta años. Shate me recomendó que empezáramos a suministrarle nuestro propio tratamiento para que, con suerte, alcance la eternidad cuando cumpla los dieciocho, una edad perfecta para no ser repudiado por la sociedad y poder valerse por sí mismo. No obstante, me niego a convertirle en otro producto del sistema mundial, tal y como somos nosotros; prefiero dejarle decidir a él mismo cuando tenga uso de razón, si es que conseguimos que se mantenga con vida hasta entonces. 


Nuestra lucha constante y diaria para que no maten a nuestro hijo es agotadora. No obstante, hace ya un tiempo que encontramos una casa abandonada a las afueras de una aldea, en apariencia solitaria. Acudir al supermercado más cercano para adquirir productos de primera necesidad es una tarea bastante sencilla, ya que los miembros del pueblo más próximo son muy tranquilos y, por supuesto, no sospechan que tenemos un bebé. La envidia se ha convertido en un sentimiento habitual entre la población: muchos, a pesar de las nuevas informaciones, todavía no se atreven a tener sexo, y por tanto, el sueño de ser padres les queda demasiado lejano, casi utópico. Por ello, son asesinos despiadados, que no dudan en matar de las formas más crueles a todos los bebés mortales que encuentran. Han hecho su lema de vida aquello de "o todos o ninguno", y lo llevan al límite. 

El miedo al contacto íntimo de la mayoría de las mujeres, ha conducido a que los hombres sean más brutales e implacables que nunca. Si antes desafiaban la abstinencia por sí mismos, ahora persiguen a toda fémina que se cruza en su camino hasta que la hacen suya en contra de su voluntad. Hace unos días, una mañana en que Shate se marchó a comprar, me encontraba aterrada, metida en el último extremo habitable de la casa, con Christian en brazos medio dormido, y rezando en silencio para que nadie se atreviera a invadir mi hogar bajo ninguna circunstancia. Shate solía ser breve en sus ausencias, pero aún así, los minutos sin su protección siempre se me habían hecho interminables.  

De repente, la puerta de entrada se abrió y se cerró con brusquedad. Mi cuerpo reaccionó con ligeros temblores, ante la súbita certeza de que Shate nunca me habría alterado entrando en casa de aquella manera. Por lo tanto, no podía ser él. Sin embargo, a los pocos segundos, le encontré abriendo despacio la puerta de la habitación donde nos encontrábamos. Su semblante era de terror y preocupación, a partes iguales, y de inmediato, se dirigió a nosotros para besarnos y abrazarnos.  Las lágrimas rodaban por sus mejillas, lo que me sobrecogió, ya que nunca le había visto llorar. Alguien le había seguido. 
Minutos más tarde, todo quedó suspendido y se volvió negro. Semanas más tarde, cuando me recuperé del daño psicológico y pude sobreponerme un poco, sólo pude recordar golpes, ruidos sordos, llantos y dolor. Sobre todo, dolor. Nada físico, a pesar de que las heridas de mi cuerpo delataban la crueldad a la que habíamos sido sometidos. 

En este momento, sólo quiero morir, con la misma exacta convicción que Shate. Él apenas habla desde aquella fatídica mañana, es un hombre casi inerte, sin expresividad y sin el más mínimo atisbo de humanidad, pero en sus ojos puedo ver que quiere escapar de este mundo, que desea dejar de existir. El asesinato de su hijo y la violación repetida de su mujer le han destruido. Hoy, sólo puedo decir que ojalá no hubiéramos nacido nunca. Ninguno de los tres. 


miércoles, 23 de enero de 2013

Somos inmortales

Estamos en el año 2417, a 15 de agosto. Soy mujer. Tengo 28 años y vivo en un apartamento con huerto propio. Llevo exactamente cuatrocientos años en este mundo podrido de miserias humanas, insensibilidad y deudas perpetuas. Los asesinatos en plena calle han crecido un doscientos por ciento, si comparamos ese dato con las últimas cifras que se ofrecieron antes de la administración de la vacuna contra la mortalidad, hace algo más de cuatro siglos. Nos vendieron aquello como un invento maravilloso, sometido a innumerables y exitosas pruebas en ratones, en primates y, finalmente, en seres humanos. Como era de esperar, la primera persona que se atrevió a someterse al tratamiento aún sigue viva; de hecho, es mi vecina de enfrente, instalada en la edad de cincuenta y tres, para siempre, a menos que algún asesino despiadado decida robarle las pastillas que la mantienen con vida. 

A cambio de ser inmortales, la milagrosa vacuna nos ha regalado un sinfín de desagradables efectos secundarios. Debemos medicarnos de por vida, tres veces al día después de las comidas, con el objetivo de mitigar el dolor y reducir la frecuencia de los breves infartos que sacuden nuestros corazones casi todas las semanas. Ningún médico o científico de principios del siglo XXI nos advirtió de la necesidad apremiante del organismo por detener los latidos cardíacos cada cierto tiempo, puesto que nuestra naturaleza sólo contempla la muerte, no la eternidad. Así pues, estamos condenados a seguir vivos de forma artificial, en contra de lo que nuestros órganos internos reclaman: un descanso que ya nunca llegará. 


El índice de suicidios se ha elevado en los últimos ciento cincuenta años. Basta con dejar de tomar la medicación establecida y el organismo deja de funcionar por completo transcurridas veinticuatro horas. La depresión es un mal demasiado común: a menudo, no nos sentimos con capacidad suficiente para soportar un empleo a jornada completa todos los días, durante toda la eternidad. Nuestra forma física es miserable, hasta el extremo de que las relaciones sexuales dejaron de existir hace ya más de tres siglos, cuando nos hicieron saber que los primeros inmortales que se atrevieron a tener sexo con frecuencia morían a los pocos días, sin que su medicación les hiciese el más mínimo efecto. Nuestro corazón es muy débil y como consecuencia de ello, estamos limitados. 

Los conceptos de vida y muerte han cambiado de forma radical. Ahora, todos estamos muertos en vida, porque no aguantamos la agonía de caminar con lentitud, realizar las tareas cotidianas a un ritmo triste y enfermizo y sentir un auténtico alivio cada vez que caemos sobre nuestros colchones para poder dormir, después de jornadas en las que trabajamos un ochenta por ciento menos que cuando éramos mortales. Nuestra actividad diaria es ridícula y aún así, terminamos derrotados, exhaustos, muertos. Es por eso que la mayoría de nosotros consideramos a los suicidas de nuestro tiempo unos valientes, casi héroes. 

No existe un dolor más desgarrador que aquel que padecen quienes deciden por voluntad propia poner fin a esta farsa; durante un día entero, sufren convulsiones, ataques de asma, dolorosos infartos de quince minutos cada dos horas, picores por toda la piel y pérdida gradual de la visión. El cerebro muere por agotamiento, después de que el ser humano haya soportado lo inimaginable. 
Tal respeto y admiración sentimos por los suicidas, que todas las calles del mundo cuentan con, al menos, tres estatuas en honor a algunas de estas personas, cuyo valor no puede explicarse con palabras. Hemos degenerado hasta el punto de premiar a los que deciden morir y de mirarnos con resignación los unos a los otros, por compartir nuestra cobardía. 

Hace un mes y medio, mientras me encontraba tumbada sobre mi sofá, se me pasó por la cabeza la idea de terminar con esto. Shate, mi pareja desde hacía dos siglos, me miraba desde la cocina con ojos interrogativos. Mi aspecto derrotado contrastaba con su aparente vitalidad; él siempre había sido más fuerte físicamente, a pesar de las circunstancias. Incapaz de superar la curiosidad, se acercó y se sentó a mi lado. Fue en ese instante cuando le conté lo que estaba pensando. Teníamos tres opciones: seguir experimentado aquella existencia vacía una y otra vez, dejar de tomar la medicación y sufrir una muerte lenta y agónica, o elegir el camino más placentero hacia el descanso. 

Por supuesto, una alarma se encendió dentro de Shate. Era la primera vez que le hablaba abiertamente de quitarme la vida, aunque ambos teníamos la opinión de que no podríamos continuar así para siempre. No abrió la boca y, en cambio, esperó a que le contase cuál era mi tercera opción. Nuestro amor era absolutamente platónico, puesto que nunca habíamos tenido sexo; la idea de morir por eso nos había asustado. Hasta ese momento, en el que comprendí que era la mejor alternativa para dejar este mundo. Para mi sorpresa, mi novio me dirigió una amplia y emocionada sonrisa y aceptó sin reservas mi propuesta. Si queríamos descansar en paz de una vez, sin duda, sería el camino más placentero. 

Sin embargo, hoy por hoy y con más de cuarenta encuentros sexuales completos, hemos comprendido que no vamos a morir así. Algunos rebeldes se están manifestando frente a las sedes del gobierno porque han descubierto que todo lo que nos habían dicho hasta ahora sobre el sexo era una elaborada mentira. Lo único que pretendían era evitar el nacimiento de bebés potencialmente inmortales, para los cuales no hay espacio en la sociedad. Todos somos adultos, seres humanos en edad de trabajar, y contribuimos a que la sociedad se sostenga por medio de nuestras actividades. En cambio, los bebés permanecerán así para siempre, no serán productivos y ocuparán huecos físicos que, según los gobernantes, no tenemos. 


Ayer se filtró entre la población que los miembros del poder roban la medicación a las mujeres embarazadas, en cuanto tienen conocimiento de su estado. Hace quince días que sé que esperamos un hijo y la angustia fruto de las últimas informaciones me impide respirar con normalidad. Shate está planeando nuestra huida a otro lugar. Ya no queremos morir. La vida de nuestro bebé está por encima de cualquier otra cosa. 


martes, 22 de enero de 2013

Humildad lingüística

Hemos sido educados durante años para aprender a controlar los secretos del lenguaje humano. Las personas dotadas con cualidades atribuidas a las esponjas adquieren todos los conocimientos necesarios con facilidad. El resto se conforma con dominar unos pocos términos que les permitan defenderse en su vida rutinaria, aún a riesgo de no poder ofrecer una gran variedad de discursos o réplicas. Éstos individuos recurren a frases repetidas hasta la saciedad o escasas de contenido. 

No saber escribir o hablar correctamente nos limita más de lo que pensamos. Transmitir una idea nutrida por numerosos y diversos matices se convierte en una tarea compleja para aquellos que no se han molestado en encontrarse cara a cara con la riqueza de la palabra. Hace bastante tiempo, me recomendaban buscar en diccionarios aquellos términos que me supusieran algún tipo de duda, ya fuera en su significado, en relación a su contexto o por su sentido completo dentro de una oración. No solía seguir ese consejo, hasta que comprendí que ninguna palabra significa por completo lo que creemos; siempre hay aspectos que la hacen distinta en cada diálogo. 

La intención de quien habla puede ser interpretada de mil formas, si tenemos en cuenta la personalidad del comunicador, las circunstancias en las que se pronuncia y el estado de ánimo o capacidad receptiva de quien le escucha en un momento determinado. Un individuo demasiado susceptible puede entender una crítica constructiva como un ataque verbal directo hacia su persona, lo que generará una respuesta negativa que podría derivar, incluso, en insultos. 


A menudo, carecemos del sosiego necesario para mantener una conversación adulta y madura, con puntos de vista enfrentados y opiniones que no siempre son del agrado de los demás. Por eso, observamos, casi a diario, acaloradas discusiones en plena calle sobre temas que podrían tratarse con mayor tranquilidad. El estrés continuo al que estamos sometidos y las presiones propias de la sociedad actual nos impiden charlar con calma. Estamos perdiendo la empatía a pasos de gigante y cada vez nos resulta más difícil respetar lo que piensan los demás. Caemos en el error de creer que somos dueños de la verdad absoluta. 

En estos tiempos de libertad recortada y defensa a ultranza de la personalidad de cada uno, no nos vale que nos digan lo que no queremos oír. Tanto las personas con plena confianza en sí mismas como las dotadas de cierto nivel de inseguridad, conocen bien sus valores y no permiten que nadie les sugiera cómo mejorarlos. Hoy en día, todos presumimos de la premisa "no cambio por nadie" y llevamos esa idea hasta el final. Aquellas personas que se dejan ningunear por otros son incomprendidas dentro de su entorno y se las anima a salir de su caparazón y demostrar su valía. 

La palabra refleja su utilidad en situaciones como ésa. Uno debe exponer sus argumentos con un lenguaje adecuado sobre la mesa. Nunca se puede ganar la partida con las cartas equivocadas, por lo que es básico consultar cualquier matiz sobre el que existan dudas. Para adquirir conocimientos, sean del tipo que sean, la clave está en la humildad. Debemos reconocer nuestra ignorancia en determinados campos y permitir que otros más entendidos en la materia nos asesoren. 


jueves, 10 de enero de 2013

La última reina del Antiguo Egipto

Cleopatra nació en el año 69 a.C en Alejandría (Egipto) y falleció en el 30 a.C. Sus padres fueron Cleopatra V Trifena y Ptolomeo XII Auletes. Formó parte de la dinastía de los Lágidas o Ptolomeos. Cuando solo tenía dieciocho años, contrajo matrimonio con su propio hermano Ptolomeo XIII, de doce años, y junto a él heredó el trono de su padre en el año 51 a.C. 


Fue el primer miembro de su dinastía que aprendió a hablar egipcio y además, también llegó a conocer el hebreo, el griego, el sirio y el arameo. Recibió educación sobre literatura, matemáticas, ciencias políticas, música, medicina y astronomía. Según el historiador y ensayista griego Plutarco, se trataba de una mujer muy seductora, dados sus exquisitos modales y su voz sugerente. Algunos grabados y dibujos encontrados muestran que su encanto se basaba más en su personalidad que en su apariencia física. Participó en discusiones diplomáticas y solía estar rodeada de intelectuales. 

Al poco tiempo de casarse con su hermano, estalló un conflicto entre ambos, que provocó que Cleopatra fuese destronada. No obstante, las cosas cambiaron cuando llegó a Egipto el militar y político romano Julio César, para enfrentarse a su enemigo Pompeyo, un general romano. Se produjo así la llamada Guerra Alejandrina, que tuvo lugar en los años 48 y 47 a.C. y que supuso que Julio César se pusiera de parte de Cleopatra en su lucha particular contra su hermano. Finalmente, la contienda terminó con la muerte de Pompeyo y de Ptolomeo XIII. Además, la Biblioteca de Alejandría quedó destrozada para siempre a consecuencia de un incendio. 

Así, Cleopatra recuperó el trono gracias al apoyo de Julio César, que también había sido su amante, y volvió a casarse con su otro hermano, Ptolomeo XIV, de quien consiguió lo que le vino en gana. Tuvo un hijo de Julio César, al que llamaron Ptolomeo XV o Cesarión, y ella utilizó ese hecho para convencer al político romano para intentar restablecer la hegemonía de Egipto en el Mediterráneo oriental, como aliado de Roma. 

Cleopatra temía que su esposo y hermano, que ya tenía quince años, se hiciera con más poder del necesario, por lo que en el año 43 a.C., le envenenó y puso como corregente a su hijo Cesarión, que entonces sólo tenía cuatros años. 

En el año 44 a.C., César fue asesinado y Cleopatra insistió en conseguir sus propósitos. Para ello, sedujo al sucesor romano, el cónsul Marco Antonio, que ya empezaba a tener ciertos conflictos con Octavio Augusto (quien había sido su amigo con anterioridad) por el poder. Cleopatra y Antonio se enamoraron, tuvieron gemelos, y tras varios años de separación, se casaron en el año 37 y crearon un nuevo reino helenístico, por lo que impusieron su fuerza en Oriente y además, conquistaron Armenia en el año 34. 

Entre los años 32 y 30 a.C., tuvo lugar la Guerra Ptolemaica, en la que Octavio llevó su enfrentamiento contra Antonio hasta Egipto. En el año 31, la batalla naval de Actium significó la derrota definitiva de Marco Antonio, ya que le abandonaron los egipcios, por lo que no le quedó más remedio que buscar refugio en Alejandría junto con Cleopatra. Él se suicidó cuando las tropas de Octavio Augusto se hicieron con el control de la ciudad. 

Como idea desesperada para sobrevivir y conservar el trono, Cleopatra también intentó seducir a Octavio, pero esta vez no le funcionó, por lo que el general la llevó a Roma como botín de guerra. 
Él pretendía exhibirla en Roma en una tradicional ceremonia, conocida como Triunfo, en la que demostraría a su pueblo la victoria y la superioridad frente a su gran enemiga. Cleopatra se imaginó que se convertiría en esclava y como no pudo soportar la idea, decidió suicidarse. 

Según la versión más conocida, le pidió a sus criadas Iras y Charmion que le trajeran una cesta con frutas, en la que introducirían una cobra egipcia (la víbora áspid), cuya mordedura la causó la muerte. Otras teorías sostienen que decidió quitarse la vida al conocer el suicidio de su marido. Antes de morir, le escribió una carta a Octavio, en la que le pedía un último deseo: ser enterrada junto a Marco Antonio, como así se hizo. 

Dadas las circunstancias, Octavio decidió asesinar al hijo de Cleopatra, Cesarión, con el objetivo de terminar con la dinastía ptolemaica y anexionar Egipto al Imperio Romano. El chico fue traicionado por su profesor particular, que le hizo creer que Octavio le perdonaría la vida y le convenció para volver a Alejandría, a pesar de las recomendaciones de su madre de que se marchara lejos de Egipto. 


lunes, 7 de enero de 2013

Cenizas

Introdujo la llave en la cerradura y, con ese suave chasquido de siempre, abrió la puerta. Entró en la casa despacio, como si fuera la primera vez que lo hacía, y cerró de un portazo. El eco pareció extenderse por todo el edificio, pero ella ya no lo escuchaba, pues se dirigía con determinación hacia lo que hace tan sólo una semana había sido el salón. Ahora era una habitación desnuda, sin muebles, con las paredes negras y el suelo cubierto de hollín. 

Observó la estancia con tristeza y luego, bajó la mirada. Cerró los ojos con fuerza y una ligera lágrima brotó de ellos, incapaz de detenerse en su recorrido hasta la barbilla. Había construido aquel hogar con tanta ilusión, que no podía creer que todo se hubiera esfumado por culpa de un instante de descuido. El silencio de la casa llenaba el ambiente con una desagradable sensación de desconsuelo, que se introducía en los pulmones con la misma libertad que el aire. Llevaba siete días con esa angustia metida en el pecho, ese agobio invisible que, en ciertos momentos, la impedía respirar con normalidad. 
Sus rodillas empezaron a temblar y no le importó que el suelo estuviera ennegrecido; simplemente, se dejó caer sobre él, en mitad del salón. Y empezó a recordar, más de lo que sería saludable en esa etapa de su vida. José tenía sólo cinco años, un cabello rubio ondulado y unos ojos azules que impresionaban a sus compañeras de clase. Le encantaba correr de un lado para otro, una amplia sonrisa era su seña de identidad y no solía ser caprichoso como los niños de su edad. Se conformaba con las cosas que le compraban sus padres de vez en cuando y era feliz en su habitación jugando con su padre o antes de dormir cuando ella le leía cuentos. 

Cuando las llamas se adueñaron de toda la casa, los gritos de José eran completamente sordos. El niño se sintió incapaz de hacer brotar sonidos lo bastante audibles, mientras luchaba por seguir respirando. De nada sirvió que su padre, Esteban, se abalanzara sobre él con una manta para sacarle de su habitación; las quemaduras ya cubrían el ochenta por ciento de su cuerpo y, a consecuencia del dolor, se había desmayado. Esteban ignoró la quemazón de su propio cuerpo y se centró en sacar a su hijo cuanto antes de aquel infierno repentino. No hubo tiempo. 

José murió en el hospital a las pocas horas de ser ingresado. Su madre permaneció en shock dos días, a base de tranquilizantes. Sabía que siempre culparía del incendio a su marido, que había cometido la imprudencia de fumar tumbado en la cama, mientras leía una novela policíaca. Un segundo de despiste había bastado para generar una bola de fuego que se extendió por toda la casa, a una velocidad cruel. Amaba a Esteban como nunca había amado a nadie, pero ahora el odio hacia su persona era igual de intenso. Por su culpa, su niño ya no estaba en este mundo, y ya nunca volvería. 


No estaba segura de que pudiera soportar aquel revés en un camino marcado, hasta ese momento, por las alegrías y la felicidad. De repente, escuchó el ruido de unas llaves en la cerradura. Se volvió y vio cómo Esteban entraba y la miraba, sobresaltado. Parecía que ambos habían decidido pasarse por allí para luchar contra sus propios fantasmas. Sin mediar palabra, él también se sentó en el suelo, a su lado, y la miró con preocupación. Ella le correspondió y comprobó, aliviada, que las quemaduras de su frente ya se estaban secando y presentaban mejor aspecto que el día después del accidente. 

Esteban la cogió de la mano con suavidad y ella se dejó hacer. No tenía fuerzas ni para reprocharle todo lo que llevaba dentro, ni para discutir, ni siquiera para llorar. Era consciente de lo culpable que se sentía él y tampoco se veía con el derecho a juzgar su conducta, por muy incorrecta que ésta le pareciese. Él no se atrevió a acudir al entierro de su hijo, tal era la vergüenza y el dolor que invadía su conciencia. Ella le disculpó delante de todos, pues, en cierto modo, comprendió su decisión. Y ahora no les quedaba nada, no quedaba ni rastro de algún sentimiento que les pudiera volver a unir como pareja. 

Por eso, ella se levantó, le rozó los labios en un beso casi imperceptible, a modo de despedida definitiva, y salió de la casa. Esteban se quedó mirando al vacío, solo, sentado. Con la única compañía del bote repleto de pastillas que había comprado en la farmacia esa misma mañana.